En el aeropuerto internacional de El Alto los aviones no aterrizan, parquean“. Lo escuché una vez de alguien, cuando se refería a los más de 3.600 msnm sobre los que se yergue la ciudad de La Paz, en Bolivia.
A esa altura, con la disminución de la presión atmosférica, se tiene menos oxígeno para respirar y, por lo tanto, el cuerpo reacciona –siempre de manera particular– a través de dolores de cabeza, de estómago o vértigo, por ejemplo. El mate (infusión) de hojas de coca combate el mal de altura, pero la belleza de las montañas vuelve a quitar el aliento.
Baja del avión, pon los pies en el altiplano y mira: la sede de gobierno boliviana tiene como vigías inmortales los nevados de la Cordillera Real, Illimani, Illampu y Wayna Potosí, todos envueltos en auras de sosiego. Ahora voltea y observa cómo La Paz se pone a tus pies. El inmenso cuenco que la alberga se abre y te invita a ir hacia ella.
Un límpido cielo de azul intenso acompaña tu descenso. Quizá es el mismo que acompañó la instauración del primer gobierno libre de Hispanoamérica en 1809 con Pedro Domingo Murillo y otros luchadores, tal vez sea el que vio la sangre derramada en la Guerra Federal de 1898 que definió La Paz como sede política del país, o simplemente es aquel cómplice de la infinidad de leyendas que hacen de esta ciudad tan enigmática.
El río Choqueyapu cruza la ciudad, óyelo. En tu camino hacia la hoyada, mira cómo las casas parecen colgar de las laderas de los cerros, como si insistiesen en no quedar fuera de la fotografía que tomas: techos de calamina, paredes de ladrillos y muros de colores.
Un trecho más y ya entras por sus venas. Delante se alza la Basílica de San Francisco con su estilo barroco mestizo –expresión más acabada del mestizaje cultural en los Andes– construida entre los siglos XVI y XVIII. El Atrio de San Francisco y la Plaza de los Héroes, que se encuentra al lado, fue y es escenario de masivas concentraciones sociales y discursos políticos. Sin embargo, el principal movimiento político tiene lugar en la plaza de armas: periodistas con micrófonos y cámaras en mano van y vienen por las aceras y edificios de la administración legislativa y ejecutiva del país. En los alrededores del Palacio Quemado, (denominación del Palacio de Gobierno debido a un incendio ocurrido durante una sublevación en 1875), se encuentran los edificios más antiguos de la ciudad, la Alcaldía, el Banco Central y muchos museos que, desde su asiento sobre calles angostas empedradas de historia, dan fe del pasado.
Ahora atraviesa la Avenida 16 de Julio en dirección sud, siguiendo sus jardines y observando cómo se desarrolla la vida comercial y financiera paceña. Bancos, negocios, cafés, restaurantes, todos anunciándose con colores y mensajes llamativos. No te extrañe si las bocinas de los autos, los puestitos de venta en medio de las aceras, los gritos de los ayudantes de los minibuses que anuncian las rutas de sus líneas, el paso apurado de los transeúntes o la parsimonia de quienes leen los periódicos que cuelgan en los puestos estimulan todos tus sentidos y hacen tu paso más lento.
Pero la magia se extiende un poco más. Con un poco de tiempo, puedes viajar al Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, y también visitar sus islas. A más de 3.800 msnm, el azul lago sagrado –cuya superficie se calcula en 56.270 km– sólo puede compararse con el cielo. El aura de este lago sin fondo se reviste del enigma que le dan las leyendas sobre ciudades de oro y plata, bellos cantos de sirenas y deidades tutelares.
El Lago Titicaca es parte de la Cuenca Endorreica, un sistema hídrico cerrado del que participan Bolivia, Perú y Chile. Bolivia ya no tiene mar, pero su irrenunciable derecho a una costa soberana desde 1904 hace a su marina navegar sobre el inmenso lago de agua limpia y dulce.
Aquí en lo alto, donde los condores aletean, intenta ponerte de puntas y estira las manos. Tal vez alcances un poquito de cielo.
26 de enero de 2010
Patricia Cuarita
Diplomata boliviana
cuarita@gmx.net
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